Llegar a Corón no es fácil. Existen pocos vuelos que van hasta esta Isla de las Calamianes, pero son relativamente caros. Así que decido navegar durante diez horas desde El Nido. Al barco se le nota el cansancio de las millas acumuladas, su estructura típica filipina se ve demacrada y creo que no le vendría mal un tune up integral. Pero ahí voy, junto a otras cincuenta almas y nuestros bultos.
El mar reniega a ratos y nos sacude, nos despierta de la siesta lanzándonos muestras de su humor. Aunque no llevo ninguna prisa, ya quiero que acabe tanto meneo y besar tierra. Pasamos delante de cientos de pequeñas islas. Algunas están habitadas, otras parecen el escenario clásico de los chistes de náufragos, círculos de arena con palmera de medio lado.
Corón me recibe de noche. Recorro la ciudad en un tuk tuk sobrecargado. Lxs demás viajerxs ya tienen reserva en algún hotel, yo cruzo los dedos y pronto consigo una habitación. Desmoronada sobre la cama, siento que el balanceo de las olas aún no acaba. Mañana toca soñar entre 20 y 35 metros de profundidad.
En la bahía de Corón hay una quincena de naufragios de barcos japoneses de la segunda guerra mundial. En 1944, los aviones de caza norteamericanos vencieron a esta flota y en sólo 40 minutos la mandaron al fondo. Estos pecios están a una profundidad máxima de 50 metros, la visibilidad suele ser buena y el agua templada. ¡Los quiero ver todos!
Vivo los siguientes días en el mar, forrada de un neopreno ligero, bolas de sal en el pelo y la piel curtida. Con una maroma caigo en el agua, bajo por el cabo de corriente, metro a metro la luz se hace más escasa y el azul se torna sombrío. Por minutos no logro ver nada y pienso que hemos confundido el rumbo o que alguien se ha robado el barco hundido. De repente, aparece bajo mis aletas una mole de metal, con sus formas intactas, imponente en su lucha contra el olvido.
Dentro del pecio la oscuridad es absoluta, avanzamos en fila, casi sin aletear. Delante de mi va el guía y detrás vienen dos buzos. Las burbujas se pegan al techo en busca de escape. El circulo de mi foco es potente y no pierdo detalle de cada fierro oxidado, restos de grandeza militar ahora cubiertos por gorgonias y anémonas. Entre la caseta de navegación y lo que queda del rompe olas hay una ciudad de peces león, piedra, cocodrilo, murciélago, cirujanos y nudibranquios multiformes.
En la cubierta, la vida de arrecife contrasta con el macabro hueco del bombazo que hundió este acorazado. El coral y las esponjas se han apropiado de este cementerio de guerra y lo han convertido en un espectáculo en tecnicolor. Me conmueven las lecciones del mar. Nos creemos ultra potentes, somos capaces de destrozarlo todo y no tenemos piedad ni de nuestra propia especie, mientras que él consigue embellecer las miserias que dejamos a nuestro paso y todavía nos permite entrar en ellas.